viernes, 12 de abril de 2013

La incredulidad de Santo Tomás




Santo Tomás es conocido entre los demás apóstoles por su incredulidad ante Jesús resucitado; incredulidad que se desvaneció ante la aparición del Señor. Su falta de fe da ocasión al Señor para invitarnos a afianzar la nuestra, que tiene su punto sólido en el hecho histórico de la Resurrección de Cristo.

Santo Tomás, que estaba todavía impresionado con la crucifixión y la muerte de Jesús, no creyó inmediatamente a los demás apóstoles. Ellos debieron haber insistido, quizá de mil formas diferentes diciéndole: “Hemos visto al Señor”. Sin embargo, para Santo Tomás, Jesús estaba muerto… sólo muerto.

Probablemente hoy esté pasando con nosotros algo parecido. Sin duda hay muchos “Tomás”. Para muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo es como si Jesús estuviera muerto, porque no significa absolutamente nada en sus vidas…

A veces, en alguna situación concreta o en algún momento determinado, también podemos ser nosotros mismos como Santo Tomás: incrédulos, pusilánimes, desganados, etc. Pero… ¡También podemos ser como los otros discípulos! ¿Por qué no salir y proclamar: “Yo he visto al Señor”? Nuestra fe en Cristo Resucitado nos debe impulsar a ir y decir de mil formas, y proclamar de mil maneras, que Cristo vive. Y la forma principal de decirlo es mediante nuestra vida y nuestra palabra, con nuestro testimonio.

La respuesta de Santo Tomás después de haber visto al Señor es un acto de conversión, de fe, de entrega… Las primeras dudas del apóstol desaparecieron cuando el Señor lo invitó a “poner su dedo y meter su mano en el costado”. La respuesta de Santo Tomás es un acto de fe, de adoración y de entrega sin límites, cuando exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!”

La conversión de Tomás se profundiza más, y mejor, por el dolor inmenso que supuso su duda y la vergüenza y la desnudez de su actitud ante la evidencia del Resucitado. 

Pero esta duda original de Santo Tomás sirvió también para confirmar en la fe a muchos que creyeran después en el Señor. Por ejemplo, nosotros.

San Gregorio Magno se preguntó si es que acaso puede considerarse una casualidad de que Santo Tomas estuviese ausente, y que al volver oyese el relato de la aparición, y al oír... dudase, y dudando.... palpase, y palpando.... creyese. Como sea, todo esto es una catequesis viva y muy especial. 

Como vemos, esa duda inicial de Santo Tomás sirvió para que pudiese dar esa proclamación de fe que repetimos hasta nuestros días: “¡Señor mío y Dios mío!”. 

San Gregorio Magno dijo también que para nosotros fue más beneficiosa la incredulidad de Santo Tomás que la fe de los apóstoles que fácilmente creyeron (Homil 26, in Evang 7).

Santo Tomás, finalmente, murió como mártir. Según la tradición cristiana, después de un fructífero apostolado en el país de los indios, le traspasaron con una espada su corazón. Dio, pues, su vida por la fe en Cristo. Con su muerte dio testimonio de Aquél a quien había confesado como su Señor y Dios...

A veces también nosotros nos encontramos faltos de fe, como el apóstol Tomás. Tenemos necesidad de más confianza en el Señor ante las dificultades y ante acontecimientos que no sabemos interpretar desde el punto de vista de la fe, en momentos de oscuridad, tristeza, miedo, inseguridad, enfermedad, muerte... 

La virtud de la fe es la que nos da la verdadera dimensión de los acontecimientos y la que nos permite juzgar rectamente todas las cosas.

Reflexionemos sobre este Evangelio: Pongamos de nuevo los ojos en Jesús, que a ratos pareciera tener la necesidad de decirnos como a Santo Tomás: “Mete aquí tu dedo y pon tu mano en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel”. 

Así, como el apóstol, saldrá de nosotros la misma oración: “Señor mío y Dios mío”. 

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