“El Verbo de Dios se hizo carne”, dice el Evangelio según San Juan (Ver Jn 1, 1 – ss).
¿Cómo sucedió esta maravilla?
Los Evangelios de San Mateo y San Lucas nos lo narran. De manera especial este último evangelista nos hace una bellísima descripción (Ver Lc 1, 26 – 38).
La primera obra que el Evangelio atribuye al Espíritu Santo es la concepción virginal de Jesús, que María no entiende y por eso pregunta al ángel: ¿Cómo será esto pues no tengo relaciones con ningún hombre?, y recibe su respuesta: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”.
Esta acción del Espíritu Santo hace que María llegue a ser madre, no con la cooperación de un hombre, sino por el poder de Dios que genera la vida.
Esta es una obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humana (es un “misterio”), así se lo explicó el ángel a San José, hombre justo, que al enterarse de que su esposa esperaba un hijo no quiso denunciarla, sino que decidió separarse de ella en secreto; después de tomar esta decisión, el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José , no temas aceptar a María como tu esposa, pues el hijo que espera viene del Espíritu Santo” (Ver Mt 1, 19 - 20).
San Lucas en la introducción de su Evangelio dice que, antes de ponerse a escribir, “investigó cuidadosamente todo lo sucedido desde el principio” (Lc 1, 3). Pues bien, la tradición nos ha legado que probablemente esta “investigación” estuvo atendida por María, quien fue testigo privilegiado de tales prodigios…
Sólo ella supo qué pasó en esos instantes del anuncio y después de su aceptación del Plan de Dios: Aquél, que los cielos no podían contener, está en su seno, revistiéndose de la naturaleza humana y empezando a ser su hijo. Se trata de una presencia misteriosa, única e inexplicable.
¿Qué habrá sentido María con esa presencia divina en sus entrañas?
¿Hasta qué punto pudo comprender esa realidad de que Dios la había escogido para ser la madre de su Hijo hecho hombre?
Lo único que sabemos es que al aceptar esa misión se puso en camino y “fue de prisa” a ayudar a su pariente Isabel, quien estaba esperando un niño, a pesar de ser estéril y de avanzada edad.
La presencia del Hijo de Dios en su seno hizo saltar de alegría al hijo de Isabel, y ésta, llena del Espíritu Santo se estremeció, exclamando a “a grandes voces”:
“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Pero ¿cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme?” (Lc 1, 41 – 43).
Fue entonces cuando María pudo romper el silencio en que la tenía aprisionada el gran misterio que la había transformado en Madre:
“Mi alma glorifica al Señor y mi Espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva” (Lc 1, 46 - 48).
En María, el Espíritu Santo manifiesta al Hijo del Padre… hecho hijo de la Virgen.
Por eso, llena del Espíritu Santo, María presenta al Verbo en la humildad de su carne, y Él se dará a conocer más tarde a los pobres (Ver Lc 2, 15 - 19).
Por medio de María, el Espíritu Santo comienza a poner en comunión con Cristo a los hombres, y los humildes y sencillos serán siempre los primeros en recibirle: los pastores, los magos, Simeón y Ana, los esposos en Caná, los primeros discípulos… (Ver CEC 724 - 725).
En el misterio de la Encarnación (un misterio divino que consiste en que el Hijo de Dios, cumpliendo la voluntad del Padre, vino a “meterse a nuestra carne”, y “tomó nuestra condición humana sin dejar de ser Dios”), hay una misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo, pues cuando el Padre envía a su Hijo, envía también su Espíritu: misión en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos… pero inseparables.
El Catecismo de la Iglesia Católica aborda este tema, y nos explica que “Cristo manifiesta la imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien nos lo revela” (Ver CEC 689).
Jesús, por estar lleno del Espíritu Santo desde su concepción, en orden a nuestra santificación nos regala la plenitud de su Espíritu.
Esto aparece ya en la visita de María a su parienta Isabel, la cual, ante la presencia del Hijo de Dios en el seno de María “quedó llena del Espíritu Santo” (Lc 1, 41).
Isabel reconoce al Mesías como su Señor, y a María como su Madre, por eso, llena del Espíritu Santo, exclamó:
“Bendita tu entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1, 42- 45).
Nosotros, al igual que Isabel, ¿hemos reconocido a Jesús como Señor?
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