Conmemoración de todos los santos
En los primeros años del cristianismo, la mejor forma de
dar testimonio de la fe era derramando la sangre, siendo mártir. Así, “ser
mártir” equivalía a “ser santo”.
Sin embargo, es fácil comprender que no todos los
mártires fueron elevados a la calidad de “santos”… ni que todos los santos
fueron “mártires”.
Por eso, el Papa Gregorio III (quien gobernó la Iglesia
del 731 – 741) fijó que los días 1 de noviembre, se recordara a “todos los
santos” (incluyendo a todos los que no eran “conocidos” o “reconocidos
oficialmente” como tales). A mediados del siglo IX, el Papa Gregorio IV,
extendió la celebración a toda la Iglesia.
Desde entonces, honramos la memoria de todos nuestros
hermanos que ya han alcanzado la felicidad eterna, porque vivieron heroicamente
las virtudes cristianas… ¡Modelos de nuestra fe!
Comemoración de los fieles difuntos
El día 2 de noviembre, recordamos respetuosamente a todos
los que ya murieron, pero de forma especial a aquellos hermanos nuestros que
aún permanecen en “estado de purificación”, o que requieren de cierta “limpieza
espiritual” en el purgatorio.
La Sagrada Escritura nos aclara que “santo
y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres
de sus pecados” (2 Mac 12, 46).
Pues bien, a estas convicciones, se añaden
las expresiones populares, y en nuestra Patria es común el uso de “altares de
muertos”, recubiertos de elementos propios del folclore y de la idiosincrasia
regional: papeletas de colores, calaveritas de dulce, alimentos y bebidas
típicas, flores de cempasúchil, veladoras, y un larguísimo etcétera,
acrecentando la piedad y la comunión con todos los que formamos la Iglesia...
aunque hayan partido ya de este mundo.
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